Jorge Enrique Robledo,
15 de marzo de 2013.
Ante el impresionante paro cafetero y cacaotero –¡de doce días y cien mil productores en once departamentos!– saltaron dos grandes posiciones: de un lado, quienes vimos en una protesta sin antecedentes la desesperación de sectores del campo empobrecidos y en ruina, por causa de unas condiciones económicas que no depende de ellos superar; y del otro, la que encabezaron Santos, Restrepo y Cárdenas, que abundaron en majaderías para desconocer las causas de la justa protesta ciudadana, a la par que intentaron limitar su acción a lo mínimo necesario para poder lavarse las manos sobre los orígenes y soluciones de la crisis. En su respaldo, como era de esperarse, salió la tecnocracia neoliberal a sindicar de “ineficientes”, que se merecen su suerte, a quienes soportaron el sol, el agua y la represión oficial en las carreteras de Colombia.
Entre los hechos llamativos del paro estuvo el intento del gobierno de no darles salida a los empresarios cafeteros en crisis, en nombre de una supuesta preocupación por los pobres, a quienes dice querer mientras les cierra las empresas en las que trabajan. Santos, Restrepo y Cárdenas no pueden ignorar que el café genera dos millones de empleos, que se distribuyen entre los jornaleros y los campesinos más pobres, que para sobrevivir en sus parcelas tienen que laborar en las fincas empresariales una parte del año.
Por obvias razones, el debate económico aumentó con el paro y con las demás protestas, como las de maiceros, algodoneros y arroceros, los productores de acero de Boyacá y quienes rechazan el TLC con Corea, formas de resistencia de campesinos, indígenas, obreros y empresarios, unidos en defensa de la producción y el trabajo. Y ganaron espacio ciertas preguntas claves: ¿Colombia quiere que existan el café y el agro y además la industria? ¿La producción agraria e industrial no importa porque con la minería basta?
Ante la inocultable debacle de la producción urbana y rural, en destrucción desde 1990, el gobierno y su panda neoliberal, que “tira línea” recitando el catecismo del FMI, ofrecen como “solución” más paños de agua tibia y aumentar las venenosas dosis del Consenso de Washington y de los TLC, que solo les sirven a las trasnacionales, los banqueros y los intermediarios nativos, y que en cuanto a qué producir en el territorio nacional todo lo reducen a que florezca la peor de las minerías, depredadora del medio ambiente y con malas condiciones laborales, que genera poco empleo y paga escasos impuestos y regalías, con un añadido negativo en extremo. La gran minería no la plantean para sumarles a la industria y al agro, sino para sustituirlos, pretensión que no puede cumplirse y que nos condena al atraso y la pobreza.
En una campaña presidencial, Bill Clinton espetó: “Es la economía, estúpido”, para resaltar que ese era el centro del debate, énfasis que, traído aquí y ahora, reza: es el modelo económico neoliberal, estúpido. Solo por ignorancia, bobería o viveza se les puede exigir a los cafeteros ser competitivos con una revaluación del 40 por ciento, empeorada por insumos caros, crédito escaso y costoso, vías pésimas e importación de café. E igual vale para el resto del agro y la industria, también condenados a desaparecer por la sola revaluación, según Stiglitz lo explicó en Bogotá. Cómo cobra de vigencia la idea de un presidente de la junta directiva de la Andi (1989) –cuando era la organización de los industriales–, quien dijo que la competencia a escala global no es entre los individuos ni entre las empresas, sino entre las naciones, naciones completas.
La práctica, que pulveriza falacias, demostró que la globalización neoliberal no la diseñaron los neutrales en la competencia internacional sino los imperios, con el objetivo de resolver sus problemas con el sacrificio de países como Colombia. El caso de la revaluación constituye otra prueba de lo leonino del libre comercio. Porque además de que le arrebata al país los instrumentos para enfrentarla, esta –la revaluación actual– tiene como primera causa la decisión de Estados Unidos y de las demás potencias de devaluar sus monedas, para ganar competitividad, con la consecuente revaluación del peso colombiano, que nos hace imposible competir. Y a pesar de que dichas devaluaciones defensivas ya se convirtieron en una guerra abierta de divisas, Santos y su grupito no dicen ni hacen nada al respecto, mientras desaparece la producción agraria e industrial del país. Es esta una de las políticas que deben ser derrotadas por la más amplia convergencia nacional.
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