El gran puente natural entre las selvas del río Caquetá y las del Rionegro, en el sur del país, está amenazado por los intereses de la multinacional aurífera canadiense Cosigo Resources.
Por Alfredo Molano*
El río Apaporis es considerado por los indígenas un lugar sagrado, la base de la cultura Yuruparí.
El Apaporis es un río caprichoso. No corre como el Magdalena o el Cauca, hacia el norte; ni como el Patía o el San Juan, hacia el sur; ni como el Guaviare o el Meta, hacia el este. Él va hacia el suroriente. Sesgado. Nace en cercanías de San Vicente del Caguán, atraviesa el Chiribiquete y bota sus aguas al Caquetá, en el límite con Brasil. Caprichoso y además indómito: tiene numerosas cachiveras o cataratas —una enorme, sonora y admirable, el Jirijirimo—, que lo han mantenido a salvo de misioneros, caucheros, comerciantes y expedicionarios, razón por la cual sus selvas se conservan casi intactas, y su gente —tanimucas, macunas, yaunas, letuamas— también. La región es un gran puente entre las selvas del río Caquetá y las del Rionegro, de ahí su importancia ambiental y cultural. Quizá no haya en el país comunidades indígenas menos contaminadas y envenenadas por la civilización occidental.
Si se exceptúa la trata de esclavos durante la Colonia, la explotación económica ha sido menor. Tampoco la Corona estuvo interesada en poblar una zona que los portugueses reclamaban. Durante la Segunda Guerra Mundial los gringos compraban a buen precio la balata o juansoco, materia prima del chicle, y atrajeron colonos a recolectar la goma. Las maderas finas —que las hay y en cantidad— no pudieron ser explotadas dada la peligrosa navegación por el río; la bonanza de la coca fue efímera y también la del oro del Taraira. Total, desde el punto de vista económico, el Apaporis no ha representado un gran interés hasta hace pocos días. Sin embargo, si dinero no salía, desde los años 80 mucho entraba por la vía de las transferencias y de las regalías. Su distribución entre comunidades indígenas y entre los departamentos Vaupés y Amazonas ha originado peligrosas tensiones y no pocos litigios.
Los indígenas percibieron las fuerzas que los amenazaban y en 1988 lograron la creación del resguardo Yaigojé-Apaporis, ampliado en 1998 a un millón de hectáreas. No se equivocaban. En 1985, Alonso Castañeda había llegado a Cerro Rojo, en el río Taraira, tras la huella de un indígena que de tanto en tanto aparecía en Mitú vendiendo oro. La voz de que el cerro “daba” se regó con rapidez y un par de años después había no menos de 15.000 mineros cateando caños, haciendo socavones e instalando entables. Los brasileños, más hábiles en las técnicas de explotación, no eran pocos. Satena volaba dos veces a la semana. Las Farc hicieron presencia y guardaban el orden local. La Gobernación del Vaupés trató de construir en el chorro La Libertad —un lugar sagrado para los indígenas— una escuela, un puesto de policía y un cuarto frío para, como se dice, hacer presencia de estado. Los indígenas protestaron. Justo hacia esa zona se desplazó la gran mayoría de mineros del Taraira cuando las vetas se agotaron.
“Males blancos se curan con remedio blanco”
Los capitanes Rondón Tanimuca e Isaac Macuna son las más poderosas, reconocidas y sabias autoridades del Apaporis. Durante mucho tiempo se opusieron a que el Estado hiciera pie en el territorio. El blanco es una enfermedad contagiosa. Pero cuando otros capitanes se sintieron amenazados por la coca, la cerveza, el aguardiente, los enlatados y la minería, buscaron a Rondón y a Isaac “para pensar” en una reunión sobre el desafío que les corría río arriba. Optaron por fundar la Asociación de Capitanes Indígenas del Yaigojé-Apaporis (Aciya) y en 2008 propusieron la creación de un parque nacional sobre el resguardo para que el Estado les ayudara a proteger los sitios sagrados de su territorio. “Males blancos se curan con remedio blanco”. El gobierno aceptó y el 27 de octubre de 2009 declaró Parque Nacional Natural el resguardo Yaigojé-Apaporis, por considerar que “los valores culturales y espirituales de los indígenas están íntimamente asociados a la conservación del medio ambiente natural”. La resolución de constitución estuvo precedida —tal como lo ordena el acuerdo 169 de la OIT suscrito por Colombia— por una consulta previa a las comunidades y su consentimiento libre e informado, procesos protocolizados entre el 4 y el 20 de julio de 2009 en 18 de las 19 comunidades del resguardo y reafirmados por un congreso de autoridades en Centro Providencia. La Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, sobre la base del informe de una expedición del Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional que recogió información para la creación del parque, conceptuó favorablemente la declaratoria.
En el congreso de Centro Providencia los capitanes habían denunciado que la comisión del Ministerio del Interior que protocolizó la consulta fue antecedida por otra comisión, médica y minera, financiada por una compañía aurífera canadiense, la Cosigo Resources. Su objetivo era doble: de un lado, menoscabar la creación del parque, argumentando que el gobierno prohibiría la pesca, la caza y les quitaría a los indígenas la tierra, y de otro lado, hacer una cruzada médica, mientras otros técnicos promovían actividades mineras. Las autoridades indígenas habían rechazado desde 2008 la minería en su territorio y denunciado que Cosigo ofrecía plata y falsificaba documentos para obligar a los capitanes a firmar convenios de trabajo para la explotación del oro. Al advertir que las autoridades indígenas no aflojaban, la empresa logró la adjudicación de un título minero dentro del parque, registrado dos días después de haberse firmado la Resolución 2079 que lo constituía como área protegida. Hoy hay 23 solicitudes de títulos mineros dentro del parque-resguardo Yaigojé-Apaporis, todas radicadas durante el gobierno de la seguridad inversionista. Como se sabe, solicitar un título es un trámite barato y, en caso de ser otorgada la concesión, se puede vender muy caro. Hay concesiones que han costado un par de salarios mínimos y son vendidas en varios millones de dólares. Sería un gran logro que el gobierno investigara el trámite que se hizo para lograr tal atropello. Si donde dice el presidente sale pus, es hora ya de meter la mano de una vez por todas en Ingeominas y de sacar el gusano.
Cosigo Resources tiene sus ojos puestos en el territorio y no cederá con facilidad. Ha diseñado una doble estrategia: buscar el levantamiento del área protegida alegando que no se hizo consulta previa libre e informada, tal como lo exige la ley, y dividir a las autoridades indígenas apelando a todos los trucos, prebendas y falacias posibles. Son los mismos procedimientos utilizados por la Greystar con los mineros de Santurbán, de la Anglo Gold Ashanti en La Colosa —esta sola empresa tiene el 75% de las concesiones en el país—, de la Medoro en Marmato, de la Muriel Mining Corporation en Murindó y El Carmen de Atrato, del grupo Billinton en Cerromatoso, de la Anglo American y de la Xstrata en La Guajira: comprar la voluntad de los ciudadanos con programitas llamados de responsabilidad social. Son compañías poderosas que gozan de mil gabelas tributarias, que pueden pagar abultados sobornos a funcionarios y que contaban con la connivencia del gobierno de Uribe. En el caso del Apaporis han logrado parcializar a su favor a una minoría de viejos del río, a mestizos de influencia local y a mineros brasileños que funcionan como calanchines. Con plata y mañita antropológica promovieron la creación de la Asociación de Capitanes del Vaupés, organizada para el efecto y encargada de divulgar confusiones para menoscabar la creación del parque. Cosigo trajo varios grupos de niños indígenas a la “civilización” en avión, para mostrarles las “atracciones mecánicas” del Parque Simón Bolívar e invitarlos a comer helados, chitos y coca-cola; también trajo a los viejos por aire a Bogotá, los alojó, paseó, invitó a comer sushi, envalentonó, les compró zapatos y los devolvió a seguir haciendo su labor de zapa. En fin, el método de siempre: espejitos de colores.
El litigio es trascendental porque en principio opone dos culturas. El oro que sirve a Cosigo hasta para llevar el diablo al paraíso no tiene el mismo valor para los indígenas agrupados en Aciya. El 90% del oro explotado en el mundo es mero consumo conspicuo. Para los indígenas, en cambio, el oro que hay en un sitio sagrado —una lomita, una roca grande, una madre vieja— simplemente les ilumina el pensamiento. El metal que la Cosigo pretende explotar en el Apaporis está en un lugar sagrado considerado la base de la cultura Yuruparí, fuente de la sabiduría chamánica del Amazonas. El uso ritual del oro es defendido por la Constitución. Una comunidad tiene derecho a autodeterminarse y defender su existencia física y cultural, por “absurdos o exóticos que para algunos puedan parecer sus costumbres y modos de vida”. Uno de los objetivos de la creación del parque-reguardo es “fortalecer el sistema de sitios sagrados y rituales asociados, sobre los cuales se soporta el manejo y el uso del territorio…”.
La versión de Cosigo
Para el representante de Cosigo, Andrés Rendle, que tiene varias solicitudes mineras en trámite a su nombre, es “insólito” tanto alboroto por la explotación de oro en una “pulguita” de la Amazonia. Y a renglón seguido suelta el chorro de la tecnología de bajo impacto ambiental que produce regalías para el país.
El 19 de mayo pasado Andy Rendle organizó una expedición a Bocas de Taraira, custodiada por 70 soldados, varias embarcaciones con motores de 200 H.P. y un buen cargamento de coca-cola y aguardiente, para proclamar que la “minería indígena es un sueño posible”. Un sueño como el del expresidente Uribe: ver toda la Amazonia convertida en una hacienda de palma africana. El contencioso entre la compañía minera y los viejos del río no es de poca monta. La concurrencia de un parque nacional y un resguardo indígena hace tangible, real, concreto, el principio constitucional de una nación multicultural y pluriétnica, rematado con los compromisos vinculantes de conservación de la biodiversidad. De ahí que la Asociación de Autoridades Indígenas del río Pira, gran tributario del Apaporis, hubiera formulado un Plan de Salvaguardia del manejo ancestral de su territorio (Jaguares del Yuruparí), reconocido como Patrimonio Cultural Inmaterial del Ámbito Nacional por el Estado. Uno de sus más destacados alcances es la definición nítida del concepto de Lugares Sagrados: sitios “donde se concentra la energía indispensable para la regulación y la regeneración de la vida”.
El reconocimiento por parte del Estado de la autoridad indígena como autoridad pública especial, y en este caso ambiental, es la aplicación de la Ley 89 de 1890 y del artículo 56 transitorio de la Constitución Nacional. En el país hay correspondencia entre parques y resguardos. En el fondo, la pieza que está en juego es la consulta y el consentimiento previo, libre e informado, que la Corte ha protegido con la sentencia T-129/11. No sólo se juegan los intereses de una compañía, sino el presente y el futuro de un pueblo. De tal forma que la consulta no es un acto protocolario, sino un proceso que se debe realizar durante la planeación y la ejecución de una obra y no en el momento previo a la ejecución, “ya que este tipo de práctica desconoce al rompe los tiempos propios de las comunidades étnicas, situando el proceso de consulta y búsqueda del consentimiento en un obstáculo y no en la oportunidad de desarrollar un diálogo entre iguales en el que se respete el pensamiento del otro, incluido el de los empresarios”. Si Cosigo logra abrirle ese boquete a la ley, por ahí queda herida de muerte la naturaleza de los resguardos, de los consejos comunitarios —Ley 70— y de los parques nacionales. La locomotora terminaría atropellando a medio país para el beneficio de unas compañías que ni pagan impuestos ni generan empleo.
*Sociólogo, autor de una veintena de libros sobre Colombia y sus conflictos, entre ellos uno dedicado a la región del Apaporis.
Si se exceptúa la trata de esclavos durante la Colonia, la explotación económica ha sido menor. Tampoco la Corona estuvo interesada en poblar una zona que los portugueses reclamaban. Durante la Segunda Guerra Mundial los gringos compraban a buen precio la balata o juansoco, materia prima del chicle, y atrajeron colonos a recolectar la goma. Las maderas finas —que las hay y en cantidad— no pudieron ser explotadas dada la peligrosa navegación por el río; la bonanza de la coca fue efímera y también la del oro del Taraira. Total, desde el punto de vista económico, el Apaporis no ha representado un gran interés hasta hace pocos días. Sin embargo, si dinero no salía, desde los años 80 mucho entraba por la vía de las transferencias y de las regalías. Su distribución entre comunidades indígenas y entre los departamentos Vaupés y Amazonas ha originado peligrosas tensiones y no pocos litigios.
Los indígenas percibieron las fuerzas que los amenazaban y en 1988 lograron la creación del resguardo Yaigojé-Apaporis, ampliado en 1998 a un millón de hectáreas. No se equivocaban. En 1985, Alonso Castañeda había llegado a Cerro Rojo, en el río Taraira, tras la huella de un indígena que de tanto en tanto aparecía en Mitú vendiendo oro. La voz de que el cerro “daba” se regó con rapidez y un par de años después había no menos de 15.000 mineros cateando caños, haciendo socavones e instalando entables. Los brasileños, más hábiles en las técnicas de explotación, no eran pocos. Satena volaba dos veces a la semana. Las Farc hicieron presencia y guardaban el orden local. La Gobernación del Vaupés trató de construir en el chorro La Libertad —un lugar sagrado para los indígenas— una escuela, un puesto de policía y un cuarto frío para, como se dice, hacer presencia de estado. Los indígenas protestaron. Justo hacia esa zona se desplazó la gran mayoría de mineros del Taraira cuando las vetas se agotaron.
“Males blancos se curan con remedio blanco”
Los capitanes Rondón Tanimuca e Isaac Macuna son las más poderosas, reconocidas y sabias autoridades del Apaporis. Durante mucho tiempo se opusieron a que el Estado hiciera pie en el territorio. El blanco es una enfermedad contagiosa. Pero cuando otros capitanes se sintieron amenazados por la coca, la cerveza, el aguardiente, los enlatados y la minería, buscaron a Rondón y a Isaac “para pensar” en una reunión sobre el desafío que les corría río arriba. Optaron por fundar la Asociación de Capitanes Indígenas del Yaigojé-Apaporis (Aciya) y en 2008 propusieron la creación de un parque nacional sobre el resguardo para que el Estado les ayudara a proteger los sitios sagrados de su territorio. “Males blancos se curan con remedio blanco”. El gobierno aceptó y el 27 de octubre de 2009 declaró Parque Nacional Natural el resguardo Yaigojé-Apaporis, por considerar que “los valores culturales y espirituales de los indígenas están íntimamente asociados a la conservación del medio ambiente natural”. La resolución de constitución estuvo precedida —tal como lo ordena el acuerdo 169 de la OIT suscrito por Colombia— por una consulta previa a las comunidades y su consentimiento libre e informado, procesos protocolizados entre el 4 y el 20 de julio de 2009 en 18 de las 19 comunidades del resguardo y reafirmados por un congreso de autoridades en Centro Providencia. La Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, sobre la base del informe de una expedición del Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional que recogió información para la creación del parque, conceptuó favorablemente la declaratoria.
En el congreso de Centro Providencia los capitanes habían denunciado que la comisión del Ministerio del Interior que protocolizó la consulta fue antecedida por otra comisión, médica y minera, financiada por una compañía aurífera canadiense, la Cosigo Resources. Su objetivo era doble: de un lado, menoscabar la creación del parque, argumentando que el gobierno prohibiría la pesca, la caza y les quitaría a los indígenas la tierra, y de otro lado, hacer una cruzada médica, mientras otros técnicos promovían actividades mineras. Las autoridades indígenas habían rechazado desde 2008 la minería en su territorio y denunciado que Cosigo ofrecía plata y falsificaba documentos para obligar a los capitanes a firmar convenios de trabajo para la explotación del oro. Al advertir que las autoridades indígenas no aflojaban, la empresa logró la adjudicación de un título minero dentro del parque, registrado dos días después de haberse firmado la Resolución 2079 que lo constituía como área protegida. Hoy hay 23 solicitudes de títulos mineros dentro del parque-resguardo Yaigojé-Apaporis, todas radicadas durante el gobierno de la seguridad inversionista. Como se sabe, solicitar un título es un trámite barato y, en caso de ser otorgada la concesión, se puede vender muy caro. Hay concesiones que han costado un par de salarios mínimos y son vendidas en varios millones de dólares. Sería un gran logro que el gobierno investigara el trámite que se hizo para lograr tal atropello. Si donde dice el presidente sale pus, es hora ya de meter la mano de una vez por todas en Ingeominas y de sacar el gusano.
Cosigo Resources tiene sus ojos puestos en el territorio y no cederá con facilidad. Ha diseñado una doble estrategia: buscar el levantamiento del área protegida alegando que no se hizo consulta previa libre e informada, tal como lo exige la ley, y dividir a las autoridades indígenas apelando a todos los trucos, prebendas y falacias posibles. Son los mismos procedimientos utilizados por la Greystar con los mineros de Santurbán, de la Anglo Gold Ashanti en La Colosa —esta sola empresa tiene el 75% de las concesiones en el país—, de la Medoro en Marmato, de la Muriel Mining Corporation en Murindó y El Carmen de Atrato, del grupo Billinton en Cerromatoso, de la Anglo American y de la Xstrata en La Guajira: comprar la voluntad de los ciudadanos con programitas llamados de responsabilidad social. Son compañías poderosas que gozan de mil gabelas tributarias, que pueden pagar abultados sobornos a funcionarios y que contaban con la connivencia del gobierno de Uribe. En el caso del Apaporis han logrado parcializar a su favor a una minoría de viejos del río, a mestizos de influencia local y a mineros brasileños que funcionan como calanchines. Con plata y mañita antropológica promovieron la creación de la Asociación de Capitanes del Vaupés, organizada para el efecto y encargada de divulgar confusiones para menoscabar la creación del parque. Cosigo trajo varios grupos de niños indígenas a la “civilización” en avión, para mostrarles las “atracciones mecánicas” del Parque Simón Bolívar e invitarlos a comer helados, chitos y coca-cola; también trajo a los viejos por aire a Bogotá, los alojó, paseó, invitó a comer sushi, envalentonó, les compró zapatos y los devolvió a seguir haciendo su labor de zapa. En fin, el método de siempre: espejitos de colores.
El litigio es trascendental porque en principio opone dos culturas. El oro que sirve a Cosigo hasta para llevar el diablo al paraíso no tiene el mismo valor para los indígenas agrupados en Aciya. El 90% del oro explotado en el mundo es mero consumo conspicuo. Para los indígenas, en cambio, el oro que hay en un sitio sagrado —una lomita, una roca grande, una madre vieja— simplemente les ilumina el pensamiento. El metal que la Cosigo pretende explotar en el Apaporis está en un lugar sagrado considerado la base de la cultura Yuruparí, fuente de la sabiduría chamánica del Amazonas. El uso ritual del oro es defendido por la Constitución. Una comunidad tiene derecho a autodeterminarse y defender su existencia física y cultural, por “absurdos o exóticos que para algunos puedan parecer sus costumbres y modos de vida”. Uno de los objetivos de la creación del parque-reguardo es “fortalecer el sistema de sitios sagrados y rituales asociados, sobre los cuales se soporta el manejo y el uso del territorio…”.
La versión de Cosigo
Para el representante de Cosigo, Andrés Rendle, que tiene varias solicitudes mineras en trámite a su nombre, es “insólito” tanto alboroto por la explotación de oro en una “pulguita” de la Amazonia. Y a renglón seguido suelta el chorro de la tecnología de bajo impacto ambiental que produce regalías para el país.
El 19 de mayo pasado Andy Rendle organizó una expedición a Bocas de Taraira, custodiada por 70 soldados, varias embarcaciones con motores de 200 H.P. y un buen cargamento de coca-cola y aguardiente, para proclamar que la “minería indígena es un sueño posible”. Un sueño como el del expresidente Uribe: ver toda la Amazonia convertida en una hacienda de palma africana. El contencioso entre la compañía minera y los viejos del río no es de poca monta. La concurrencia de un parque nacional y un resguardo indígena hace tangible, real, concreto, el principio constitucional de una nación multicultural y pluriétnica, rematado con los compromisos vinculantes de conservación de la biodiversidad. De ahí que la Asociación de Autoridades Indígenas del río Pira, gran tributario del Apaporis, hubiera formulado un Plan de Salvaguardia del manejo ancestral de su territorio (Jaguares del Yuruparí), reconocido como Patrimonio Cultural Inmaterial del Ámbito Nacional por el Estado. Uno de sus más destacados alcances es la definición nítida del concepto de Lugares Sagrados: sitios “donde se concentra la energía indispensable para la regulación y la regeneración de la vida”.
El reconocimiento por parte del Estado de la autoridad indígena como autoridad pública especial, y en este caso ambiental, es la aplicación de la Ley 89 de 1890 y del artículo 56 transitorio de la Constitución Nacional. En el país hay correspondencia entre parques y resguardos. En el fondo, la pieza que está en juego es la consulta y el consentimiento previo, libre e informado, que la Corte ha protegido con la sentencia T-129/11. No sólo se juegan los intereses de una compañía, sino el presente y el futuro de un pueblo. De tal forma que la consulta no es un acto protocolario, sino un proceso que se debe realizar durante la planeación y la ejecución de una obra y no en el momento previo a la ejecución, “ya que este tipo de práctica desconoce al rompe los tiempos propios de las comunidades étnicas, situando el proceso de consulta y búsqueda del consentimiento en un obstáculo y no en la oportunidad de desarrollar un diálogo entre iguales en el que se respete el pensamiento del otro, incluido el de los empresarios”. Si Cosigo logra abrirle ese boquete a la ley, por ahí queda herida de muerte la naturaleza de los resguardos, de los consejos comunitarios —Ley 70— y de los parques nacionales. La locomotora terminaría atropellando a medio país para el beneficio de unas compañías que ni pagan impuestos ni generan empleo.
*Sociólogo, autor de una veintena de libros sobre Colombia y sus conflictos, entre ellos uno dedicado a la región del Apaporis.
Sustraído de El Espectador Domingo 5 de Junio, 2011
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