27 de Octubre de 2013
El espectador
El espectador
El atentado contra un grupo de de investigadores que participan del Convenio de Delimitación de Páramos y Humedales no debería pasar desapercibido. El Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible, el Instituto Humboldt, el Ideam y el Fondo Adaptación han rechazado el hecho, en el que un grupo de profesionales adscritos al Instituto Geográfico Agustín Codazzi fue atacado con explosivos en el sector de Potosí, jurisdicción del municipio de Cajamarca, en el Tolima.
Pero no basta con rechazarlo. Hay que hacer un alto y reflexionar. Porque más que una forma acaso inesperada de la misma intolerancia que nos caracteriza, podría tratarse de un indicio extremo de que algo anda mal en la forma como se están tomando las decisiones que afectan el medio ambiente y los territorios de vida de comunidades locales.
Podría ser el primero, en nuestra tierra, de otro de los males que acusa la sociedad contemporánea: las manifestaciones violentas de quienes sienten que los valores sociales y ambientales que están en juego en medio de las propuestas de crecimiento económico sólo pueden ser resueltos por la vía de los hechos.
Si así lo fuera, estaríamos sumándole, a este país de conflictos no resueltos, con raíces vivas en la conquista arrasadora, la colonia avasalladora y la república excursionista, un conflicto del siglo XXI: la injusticia ambiental.
En este caso los agredidos son científicos que realizaban estudios de los suelos, uno de los criterios para la identificación de las funciones de los ecosistemas y que están siendo tenidos en cuenta como insumo para la decisión de delimitación de los páramos para darle vía a la gran minería.
El caso demuestra que más que un asunto biológico o físico, para lo cual la información científica es indispensable, la delimitación de algunos ecosistemas que ha afianzado el actual Plan de Desarrollo, en las actuales circunstancias, exacerba el conflicto socio-ambiental. El asunto, en el fondo, tiene que ver con una dimensión de la gestión ambiental, que los tres últimos gobiernos no han apreciado y que, por el contrario, han contribuido cada uno a debilitar, en lo que parecería un acuerdo tácito: la necesidad de que las autoridades ambientales contribuyan de manera decidida no sólo a regular el uso de la tierra —el llamado ordenamiento ambiental del territorio—, sino más que eso, que sean artífices de la construcción de acuerdos legítimos que expresan un equilibrio entre el interés privado y el colectivo, entre lo nacional y lo local.
Es posible, y por supuesto que no lo deseamos, que la percepción de una locomotora minera que parte de Bogotá hacia la alta montaña, con instituciones ambientales ineficientes y en ocasiones con funcionarios que pasan sin rubor lo público a lo privado, podría estar incubando una nueva generación de terror.
Urgente pues que se desempolve la propuesta de reforma de las CAR, pero no para darle eficiencia a una autoritaria visión centralista y técnico-científica, sino como el espacio por excelencia para construir un acuerdo social sobre el territorio. Impensable sin ello pasar a lo que denominamos posconflicto.
El país es más complejo que sus instituciones y, en lo ambiental, el resultado podría ya estar anunciándose como otro costoso fracaso social.
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