Por: Alfredo Molano Bravo
En El Espectador
15 de junio 2013
El pasado 5 de junio, día mundial del Medio Ambiente, tuvo lugar en Ibagué una nueva marcha-carnaval —pacífica, alegre y masiva— contra los proyectos de explotación minera adelantados por la Anglo Gold Ashanti en el departamento.
Desfilaron más de 30.000 personas gritando: “Sí a la vida, no a la mina”. No fue sólo contra los trabajos de exploración en La Colosa, Cajamarca, sino en protesta contra todos los planes de explotación aurífera de la gigantesca multinacional en la cordillera Central, desde Planadas y Chaparral hasta El Líbano y Fresno. ¡Un proyecto monstruoso! La melosa propaganda hecha por los medios locales sobre los milagrosos beneficios de la mina no ha logrado engañar a la gente; por el contrario, parecería que la ha envalentonado.
El próximo 2 de julio el Gobierno recibirá una nueva avalancha de solicitudes de adjudicación que hacen temer todas las desgracias juntas porque la Agencia Nacional Minera (ANM) recibirá más de 20.000 solicitudes represadas. El gobierno de Uribe adjudicó 44 títulos en humedales Ramsar, 416 en páramos y 71 en reservas forestales protectoras. Santos, al declarar la minería locomotora del desarrollo, podría copiarlo con nadadito de perro. O algo peor, porque teniendo a la vista la reelección el Gobierno necesita plata para sostener la guerra, hacer carreteras, escuelas, hospitales. Lo triste —y cierto— es que la minería no da lo que dicen que da. Colombia es uno de los paraísos para las inversiones en minería por el alto grado de corrupción administrativa, la flexibilidad de normas ambientales y los risibles cánones tributarios. El negocio se resume así: en 2010 el sector minero debió pagar $15,3 billones en impuestos; sin embargo, pagó sólo $5,6 billones porque los $9,7 billones restantes se evaporaron en exenciones tributarias, evasiones fiscales y trampas de todo tipo. Por cada $100 que la minería tributa, el Estado pierde $200. ¡Qué eminentes economistas tiene a su servicio el doctor Renjifo!
La nueva movilización en Ibagué ha vuelto a poner el dedo en la llaga. La Anglo Gold Ashanti tiene títulos adjudicados en Cajamarca sobre 30.500 hectáreas —el 60% del municipio—, de donde espera sacar unos 24 millones de onzas de oro, para lo cual tendrá que mover cada día 100.000 toneladas de rocas de desecho, usar 8 toneladas de cianuro, malgastar 70 millones de litros de agua para lavar el metal. Los efectos no sólo son ambientales —rompimiento de acuíferos y cambio de corrientes subterráneas, envenenamiento de aguas potables, inutilización de suelos en los botaderos de las rocas molidas—, sino sociales: a partir del asesinato de cinco campesinos en el cañón de Anaime, en noviembre de 2003, se ha desplazado, por miedo a las autoridades militares, el 38% de la población del municipio. Al mismo tiempo, las inversiones de la Anglo han creado una corriente de otras inversiones: prostíbulos, casinos, discotecas, bares, hoteluchos y similares. Las tasas de homicidios y desapariciones forzadas son más altas en municipios mineros que en el promedio nacional; igual pasa con los índices de NBI.
La minería de gran escala, la tal locomotora, es pieza maestra de los planes de desarrollo del gobierno de Santos. La razón es simple: las exportaciones de carbón, oro, petróleo y níquel, cobalto y tungsteno deben reemplazar la deprimida producción de café, maíz, arroz, cacao, papa, carne, leche, textiles, calzado, autopartes, llantas y todo lo que los TLC han arruinado en la industria y la agricultura. La minería, que es un robo —a secas— de tributos y de riquezas, es la reina de nuestro sistema económico y la generadora de una enorme ola de protestas que crecerá día a día. La solución del Gobierno será, como suele ser, aumentar el pie de fuerza de los batallones energéticos —hoy de 30.000 hombres— y los contingentes de los criminales escuadrones antimotines. Este choque en la población afectada y la alianza de intereses entre grandes compañías y gobiernos de turno lleva a poner sobre la mesa de negociaciones de La Habana el tema minero y, por tanto, necesariamente, a replantear el veto que ha impuesto el Gobierno a discutir el modelo económico impuesto por los tratados de libre comercio. A propósito: ¿qué exportaremos a Israel —fuera de uchuvas y granadillas— a cambio de aviones no tripulados, cañones y ametralladoras?
He sentido la muerte de Jaime Carrasquilla como la de un hermano. Educó a mis hijos y a mis sobrinos y lo hacía con mis nietos. Educar es un término que no le cabe a Jaime. Era más bien un apóstol de la enseñanza en libertad. Recuerdo, con mucha nostalgia, el primer día de colegio de mis hijos, cuando dentro del salón habían construido una maloca indígena. ¿Y esto qué significa? ¿Es que hay goteras?, le pregunté a Carrasquilla. No, me respondió, es que todo lo que estos niños van a aprender en geografía, historia, matemáticas, lenguaje, química, física, va a estar ligado a la cultura indígena como una aventura del conocimiento. Que Dios lo tenga a su lado.
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