25 de mayo de 2013
JINETH BEDOYA LIMA
Subeditora de EL TIEMPO
Subeditora de EL TIEMPO
La vida de Mireya ha sido tan agitada, agria y violenta que a sus 13 años ya se siente de 40. Una noche de “mal negocio” le dejó una cicatriz que bordea su ceja derecha, atraviesa el pómulo y llega hasta la boca. “Fueron 72 puntos, pero con manteca de muerto me trabajé la cicatriz y no se ve tan mal”, dice ella mirándose en un pequeñísimo pedazo de vidrio que le sirve de espejo.
Sus días están rodeados de pegante, que inhala para olvidar el hambre y los abusos de los clientes o las largas jornadas con mineros borrachos y acosadores, en los campamentos clandestinos que están montados en el bajo Atrato, entre Murindó (Antioquia) y Carmen del Darién (Chocó).
En estas tierras ancestrales de los embera no solo se explota cobre y oro.Hay unos cuerpos, que aún no han alcanzado su madurez, que también están siendo usufructuados por redes de trata de personas, prostitución forzada y explotación sexual. Pero no es el único punto.EL TIEMPO documentó cómo alrededor de la minería en el país, grupos criminales montaron un negocio paralelo que no se limita a la extorsión o la deforestación.
Detrás de los títulos mineros que tanta controversia han generado en el último año, de la minería ilegal y el aprovechamiento de los grupos armados para mantener una fuente de financiación, hay un delito que nadie ha atacado y que para las regiones es prácticamente parte del paisaje. Los funcionarios aseguran que donde hay hombres en masa hay prostitución, y por ser la profesión más antigua del mundo no hay que alarmarse.
Pero la verdad es que decenas de niñas, que no pasan de los 16 años, han sido esclavizadas sexualmente y hoy hacen parte de una estadística que nadie tiene clara. También van de la mano de la ausencia total de un plan de Estado para salvarlas de la explotación.
Mireya empezó a viajar en el bus que la recoge todos los miércoles en una esquina de la ciudadela Cuba, en Pereira, desde que tenía 11 años. Su madre, quien está detenida por comerciar bazuco y marihuana en una ‘olla’ del centro de la ciudad, se la vendió a un hombre que reclutaba ‘trabajadoras’. Eso fue en marzo del 2011. “No sé cuánta plata recibió la ‘Mona’ (su mamá), pero me empacó una camiseta, unos interiores y un short y me dio mil pesos para un algo en el camino...”. Ese día Mireya empezó su recorrido, de la mano del hombre que la compró, hacia el horror y el abuso.
Su relato es fluido, como quien cuenta lo que le pasó en un mal día y paradójicamente está cargado de profunda ingenuidad. Su niñez logra sobreponerse al atropello que sufre, porque ella cree que “le tocaba esa vida”. La niña solo asiente con la cabeza cuando se le pregunta si sabe que tiene derechos y supuestamente la ley la protege.
Tras un recorrido de varios días, en ese marzo del 2011, Mireya fue reunida con otras 11 menores de edad. Recuerda que “una de ellas acababa de cumplir nueve años y todavía hablaba a media lengua”; las cinco que eran vírgenes fueron apartadas del grupo y en la noche del sábado fueron entregadas a cuatro mineros. “Eran más o menos viejos. Primero nos hicieron tomar aguardiente y después... empezó todo”. No hay lágrimas. Las palabras de esta niña solo están cargadas de desesperanza.
Un ilícito sin doliente
Se podría decir que Mireya es una sobreviviente de lo que se afronta en un sector de Careperro. Este cerro alberga uno de los yacimientos más grandes de oro, y los expertos aseguran que es la boca de salida de una gigantesca veta de cobre que atraviesa Los Andes, desde Chile.
Hoy existen legalmente 16 títulos mineros en la zona que abarcan territorios de comunidades negras e indígenas, la mayoría de ellos en manos de una empresa estadounidense, donde existe un relativo control. Sin embargo, alrededor de las minas ilegales, las que no están tituladas, los fines de semana se levantan campamentos para albergar a las niñas y jóvenes que son ofrecidas en prostíbulos móviles.
“En las poblaciones en las que las minas quedan cerca de las cabeceras municipales, los prostíbulos están en las afueras de los pueblos, en casas, y su control es más fácil, pero en las minas que quedan monte adentro se presta para que se haga cualquier cosa”, señaló un oficial del Ejército de la zona.
Y uno de los cuellos de botella del problema es qué responsabilidad tiene cada autoridad. “Nosotros no somos competentes para manejo de menores. Es responsabilidad de la Policía”, agrega el militar. Entre tanto, la Policía señala que las minas están en áreas rurales de difícil acceso, que son competencia del Ejército. Así que las redes pueden operar con amplitud, sin problema y con la mirada muchas veces permisiva de las autoridades civiles.
Pero no es problema exclusivo en la frontera de Chocó y Antioquia. En Córdoba, tanto en el área del Nudo de Paramillo como en Ayapel, también existe un foco de explotación sexual. Y en la zona del noreste y el bajo Cauca antioqueño, alrededor de las minas de oro, se encuentra el otro punto crítico.
El último foco es en Guainía, donde la extracción de coltán también ha desatado una ola de prostitución, que no es nueva pero que en los últimos meses ha afectado a varias comunidades indígenas, pues sus niñas han terminado explotadas.
Lo paradójico de este ilícito en crecimiento es que, públicamente, ningún funcionario quiere hablar “porque no tienen documentados los casos”, pero cuando se apaga la grabadora reconocen el problema y hasta cuentan historias de lo que se vive en sus zonas.
La ruta del horror
¿Cómo están funcionando estas redes de explotación sexual y prostitución forzada alrededor de la minería? Una fuente de Inteligencia del Ejército lleva varios meses documentando cómo desde Cartagena, Pereira, Medellín, Armenia y Cali se mueven ‘oficinas de enganche’ de menores y prostitutas de hasta 26 años.
Lo más alarmante es que estas redes criminales han montado campamentos, cerca de las minas, para “prestar servicios de entretenimiento a los trabajadores”. Eso les dicen a las menores, para justificar los abusos.
“La información es fragmentada porque las entrevistas que se han logrado hacer están en varios organismos de seguridad, y hay que admitirlo: a la hora de indagar a un desmovilizado, un capturado o un informante, la prioridad es preguntar por los grupos ilegales, tráfico de droga y armas. Pero pocas veces o nunca se centra la atención en temas de mujer”, admite el investigador.
Su franqueza deja claro que hay ausencia de un plan de choque para enfrentar la problemática.
A través de los testimonios de varias niñas y jovencitas, EL TIEMPO reconstruyó las rutas que los explotadores tienen para ‘abastecer’ las necesidades de cientos de mineros, que según la misma Policía, tienen la cultura de ‘enguacarse’ para luego gastar en un fin de semana toda la ganancia en licor y prostitutas, muchas de ellas menores de edad.
Una ruta es la que hay entre Cartagena y Antioquia. El punto intermedio donde las recogen está en Turbaco; allí por lo general un bus hace el ‘expreso’ rumbo a Caucasia, y de ahí, en vehículos públicos hasta Nechí, El Bagre y Zaragoza.
“El 8 de noviembre del año pasado tuvimos una situación en un puesto de control con varias menores de edad. Ellas iban por la vía a El Bagre (bajo Cauca antioqueño), en una buseta. Cuando les preguntamos por qué estaban ahí, argumentaron que estaban de paseo; luego dijeron que iban contratadas como meseras a una finca, pero ya sabíamos qué era lo que pasaba. Las remitimos a la Policía, y ellos a su vez al ICBF. Hasta ahí supimos”, relató un militar. Aún hoy se desconoce qué pasó con ellas.
El otro recorrido de infamia con estas niñas parte de Cartagena hasta Córdoba. Algunas llegan hasta Ayapel; otras, a la ciudad de Montería y de ahí a Valencia y el Nudo de Paramillo. El modus operandi es el mismo: un bus o buseta, una historia falsa y al final un campamento o una casa para el abuso.
Desde Medellín hay otro recorrido que lleva a las jovencitas hasta Chocó, o el noreste antioqueño, en Segovia y el bajo Cauca. Y desde Medellín y Pereira hacia límites de Antioquia y Chocó.
Las autoridades también investigan lo que está pasando con niñas indígenas en la zona minera de coltán en Guainía; así como con la presunta comercialización de menores, por parte de sus padres, en el área esmeraldífera de Boyacá. Pero el drama de estas niñas no solo está en los campamentos donde son esclavizadas y sometidas.
¿Quiénes son los victimarios?
La cadena de horror se empieza a tejer en las mismas calles donde son reclutadas. En el centro de Medellín, por ejemplo, las ‘convivir’ (grupos de extorsión), les cobran un porcentaje por dejarlas parar en una esquina, les brindan seguridad si algún cliente no paga y si tras los efectos de la inhalación de pegante ellas arman alguna algarabía, son golpeadas y desterradas de la cuadra. Pero estos delincuentes, que aseguran mantener el control de las calles, son los mismos contactos de los jefes de las redes que buscan ‘mercancía’ para llevar a las zonas mineras.
“Sin duda, en la mayoría de las minas el negocio es controlado por ‘los Urabeños’. Ellos compran niñas en Cartagena o Medellín. Las mismas mamás las ofrecen y ellos se lucran”, afirma uno de los investigadores que están documentando casos. Y, efectivamente, en Antioquia hay un nombre que todos conocen y recuerdan con dolor: Jhon Jairo Restrepo, alias ‘Marcos’, exintegrante del frente ‘Carlos Alirio Buitrago’ del Eln. Ahora es el jefe de ‘los Urabeños’ en el nordeste y uno de los victimarios de niñas y mujeres.
Pero las autoridades civiles aseguran no conocer nada sobre el tema. Por lo menos esa fue la respuesta del alcalde de Segovia, Jonhy Alexis Castrillón, quien solo atinó a decir que “en su pueblo no hay prostitución porque las mujeres son muy calientes y no necesitan que les paguen”.
La respuesta de algunas entidades del Estado también es desoladora: “Aquí no existe explotación sexual”, le respondió a la Policía un funcionario del Centro de Atención a Víctimas de Violencia Sexual (Caivas), en Medellín.
Y el caso de ‘Marcos’ en Antioquia se repite en Chocó con tres hombres que tienen cuatro alias cada uno, y que se encargan de cobrar los “servicios” de las menores, en los campamentos que han montado a menos de tres kilómetros de las minas.
“A mí me recogieron en Pereira, me sacaron por carretera en un bus hasta Chocó, por allá como en la selva. Estuve dos meses ahí en el campamento. Conmigo habían viajado cuatro niñas más, pero yo no las volví a ver, no sé qué pasó con ellas...”, relata una menor de 15 años que a mediados del 2012, cuando aún tenía 14, fue llevada al bajo Atrato.
‘Mile’, su nombre de calle, como dice ella, tiene enredada la mirada en algún lado. La tristeza es evidente cuando relata lo que fueron esas ocho semanas. “El que me recogió en la plaza de Bolívar me dijo que iba a tener comida y dormida, y que al final del mes recibía la paga. Y sí tuve eso, pero cuando se cumplió la primera quincena, Leo (como ella identifica al hombre), me pasó cien mil pesos y me dijo que ese era el sueldo”, agrega la niña.
Al mes siguiente ocurrió lo mismo. ‘Mile’ decidió arriesgarse y pedirle a uno de los mineros que salía para Pereira que la llevara de paseo y que ella no le cobraba nada por seguirse acostando con él. Así ocurrió. “El bus paró antes de llegar a Pereira, ese tipo iba dormido y yo me quedé, no me volví a subir...”.
Ella decidió no volver a su ciudad por temor a que Leo regresara a matarla, y ahora está en una calle de Medellín. Su cuerpo tiene las marcas de los clientes aprovechados y de los borrachos, que con armas cortopunzantes la obligaban a cumplir cualquier cantidad de acciones aberrantes.
“En las minas pasan muchas cosas. En muchos lugares del país pasan muchas cosas, pero aquí las autoridades y todo el mundo dice que somos las puticas... Yo, por ejemplo, siento que ya no soy persona... me tocó esto y no hay nada que hacer”.
Gran diversidad de opiniones y realidades. Conocer, conservar y usar en el marco de una bioprospección sostenible. Rodeados de riqueza y vivimos la miseria del capitalismo.
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