La construcción de represas pareciera resultar benéfica, a primera vista, puesto que con ellas llega la prosperidad económica –dicen- al requerir mano de obra por montones, ser fuente de energía eléctrica para miles de familias y estar precedidas por complejos turísticos y hoteleros en sus riberas, como ha sucedido en los embalses Peñol-Guatapé, en el Oriente Antioqueño, o en Betania, en el departamento del Huila.
No obstante, suele suceder que las obras requieren empleados no calificados durante el tiempo que tarde en levantarse, de modo que las comunidades terminan perdiendo los territorios que les proveían alimentos y en los que construían sus proyectos de vida individuales y colectivos, por unos meses de trabajo y una vida de destierro.
A ello se suma que los esfuerzos para producir energía eléctrica terminen encaminados a alimentar el mercado mundial y no a satisfacer las necesidades de las comunidades de los países productores, como viene sucediendo en Colombia, donde las ventas externas de energía aumentaron un 93.5% de 2010 a 2011, según el Ministro de Minas y Energía, Mauricio Cárdenas, mientras que, tan sólo en Medellín, unas ochenta mil personas carecían de electricidad en sus hogares porque las facturas de servicios públicos domiciliarios hacían –y hacen– temblar la economía doméstica.
Pero además sucede que, indefectiblemente, el daño sobre el ambiente termina siendo excesivo e irreversible. Las zonas impactadas no se recuperan puesto que en ellas se almacenan sedimentos que esterilizan el suelo; se extinguen peces a causa del bloqueo de las vías migratorias, y con ellos las aves y las plantas acuáticas; se pierden grandes extensiones de bosques, hogar de plantas y animales diversos también amenazados; se destruyen humedales y tierras agrícolas; se emiten gases de invernadero debido a la descomposición de materia orgánica, dañando aún más el ambiente…
Los problemas sociales generados son mucho peores: se pone en vilo la seguridad alimentaria de los pueblos, se fractura el tejido social, las comunidades son desplazadas, desterradas, en nombre del desarrollo.
Lucha contra el modelo de muerte
No obstante, suele suceder que las obras requieren empleados no calificados durante el tiempo que tarde en levantarse, de modo que las comunidades terminan perdiendo los territorios que les proveían alimentos y en los que construían sus proyectos de vida individuales y colectivos, por unos meses de trabajo y una vida de destierro.
A ello se suma que los esfuerzos para producir energía eléctrica terminen encaminados a alimentar el mercado mundial y no a satisfacer las necesidades de las comunidades de los países productores, como viene sucediendo en Colombia, donde las ventas externas de energía aumentaron un 93.5% de 2010 a 2011, según el Ministro de Minas y Energía, Mauricio Cárdenas, mientras que, tan sólo en Medellín, unas ochenta mil personas carecían de electricidad en sus hogares porque las facturas de servicios públicos domiciliarios hacían –y hacen– temblar la economía doméstica.
Pero además sucede que, indefectiblemente, el daño sobre el ambiente termina siendo excesivo e irreversible. Las zonas impactadas no se recuperan puesto que en ellas se almacenan sedimentos que esterilizan el suelo; se extinguen peces a causa del bloqueo de las vías migratorias, y con ellos las aves y las plantas acuáticas; se pierden grandes extensiones de bosques, hogar de plantas y animales diversos también amenazados; se destruyen humedales y tierras agrícolas; se emiten gases de invernadero debido a la descomposición de materia orgánica, dañando aún más el ambiente…
Los problemas sociales generados son mucho peores: se pone en vilo la seguridad alimentaria de los pueblos, se fractura el tejido social, las comunidades son desplazadas, desterradas, en nombre del desarrollo.
Lucha contra el modelo de muerte
“Se roban el agua,
se roban la tierra,
y a eso le llaman
inversión extranjera”
se roban la tierra,
y a eso le llaman
inversión extranjera”
La lacerante preocupación por el recurso hídrico, y por el modelo de muerte que quiere hacer del agua una mercancía, ha sido el motor de las movilizaciones que se han venido desarrollando a lo largo y ancho del globo desde hace unos años para protestar por el cambio en el curso de los ríos, por la construcción de represas, por las intervención de trasnacionales para saquear los recursos naturales, por las políticas de los malos gobiernos que respaldan intereses ajenos a los de las comunidades.
En el marco de esta fecha se realizó, en la ciudad de Medellín, el Primer Encuentro Nacional del Movimiento Colombiano en Defensa de los Territorios y Afectados por Represas “Ríos Vivos”, entre el 12 y 13 de marzo, donde comunidades afrodescendientes, campesinas e indígenas, mineros artesanales, pescadores, amas de casa, estudiantes, ambientalistas, concejales, debatieron alrededor de la necesidad de transformar la matriz energética en torno a un nuevo paradigma de desarrollo.
Concluyeron que “las represas no generan energía limpia, agudizan el calentamiento global, son nocivas para la sociedad y el ambiente, rompen las dinámicas económicas de las regiones, priorizan el lucro frente a las demandas sociales y han generado, en el mundo, más desplazados que la guerra”.
De allí la necesidad de continuar denunciando y trabajando alrededor de la transformación de la política minero-energética promovida por los gobiernos nacional y locales, que amenazan con destruir las riquezas naturales y culturales de los territorios; y continuar luchando contra la construcción de los proyectos hidroeléctricos de El Quimbo, Hidrosogamoso, Sumapaz, Ituango Sinú (Urrá II) y Miel II; por el cumplimiento de los acuerdos pactados con los pobladores de Anchicayá, Salvajina, Urrá y Guarinó; y por el desmantelamiento de la represa Urrá.
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